El compromiso de los Estados con la búsqueda de soluciones para la violencia de género es un logro innegable del feminismo. Los reclamos históricos de los diversos movimientos feministas han obligado a los gobiernos
a tomar medidas concretas para atajar este problema y sus consecuencias. Sin embargo, esto que en principio parece una buena noticia, deja de
serlo cuando, vistas de cerca, muchas de estas medidas se circunscriben
a una lógica punitiva en la que priman la condena y el castigo de la violencia sobre la reparación, la prevención y la redistribución de recursos.
Pero quizás lo más sorprendente y preocupante sea que estas formas de
acción punitiva son solicitadas y aplaudidas por ciertos sectores del feminismo contemporáneo. Un movimiento en principio preocupado por
la liberación hoy considera como su aliado fundamental al aparato penal, incluida su última y más dramática expresión: la cárce